– “Por favor, ¿puedes acompañarme? Necesito salir de aquí. No puedo más”.
Era un día de invierno, en mitad de una clase en la universidad. El emprendedor creativo y su amigo, Marcos, tenían dieciocho años y estaban juntos en primero de carrera.
– “Claro, salimos juntos. ¿Dónde quieres ir?”, le susurró.
– “Me da igual. Vamos, vamos, por favor. Necesito aire”.
Salieron del aula al pasillo y entraron en el baño, que era amplio y tenía un gran ventanal. Era una tercera planta.
Marcos Se venía abajo por momentos. Respiraba de forma entrecortada. Sollozaba y temblaba mientras recorría la habitación de un lado a otro, como un animal enjaulado. Nunca lo había visto así.
De repente, fijó sus ojos en la ventana abierta. – “Prefiero acabar con todo esto”. Y corrió hacia ella.
– “¡Espera! ¡Habla conmigo! Cuéntame qué te pasa!”.
Marcos se detuvo. Tragó saliva y, entre lágrimas, habló.
– “No sé qué hago aquí. Yo no elegí esto. Esta no es mi vida. No puedo encontrarme a mí mismo. No sé quién soy. No sé dónde ir para encontrarme”.
Se miraron. Los ojos de impotencia y desesperanza de su amigo se le clavaron en el corazón. Sus ojos le devolvieron ternura, comprensión y curiosidad.
– “¿Adónde quieres ir? No necesitas ir a ninguna parte para encontrarte a ti mismo. Tú ya eres tú. Ya estás aquí”.
Marcos calló. Su garganta subió y bajó, suspirando. Sus lágrimas cesaron. Miró a su amigo, y luego bajó la vista. Se sentó en el alféizar y permaneció así, en silencio, durante una eternidad. Entonces, alzó los ojos de nuevo.
La expresión de su cara había cambiado. Ya no había desesperanza, sino serenidad.
– “Es verdad. Yo soy yo. Y ya sé lo que quiero hacer”.
Fue a su amigo y le dio un abrazo.
– “Gracias”.
Pasaron varias semanas. Marcos dejó la carrera. Al año siguiente, cambió de Facultad y de vida.
Un día, después de muchos años, volvieron a encontrarse por casualidad en una calle de Málaga. Y fue como si acabasen de verse el día anterior.
– “¿Cómo estás, Mark?”
– “Feliz”.